La fotografía es un viaje en el tiempo. Es el turno del futuro ya aquí, viendo con nostalgia el pasado inequívoco y la realidad contundente. La fotografía no miente, ahí están los presentes y hace un recuerdo de los ausentes con sus justificaciones: no
está quien se movió antes, ni el que fue al baño aunque reclame. Tampoco está quien no cupo en el cuadrito. La fotografía es también el vestido rojo que desapareció del tendedero pero un día fue el dominguero.
La fotografía contiene los calzones rotos e inconfesables que por supuesto no salieron; el pleito consabido entre ellos los retratados; el muchacho cuyo nombre nadie recuerda; el perro colado del vecino que salió por un lado, como si hiciera falta.
La foto es un documento con evidencias de la existencia de fulanito de tal y de su compadre. La foto periodística acompaña al texto y a veces al revés. La fotografía suele viajar sola. Como una nota, la fotografía reporteril contiene en la imagen las obligadas respuestas al qué, quién, cuándo, cómo, y por qué. Hay cierto poder en quien toma una foto y la guarda, de inmediato todos desean verla. Querrán verla el que no sale y aquel que ignora de qué se trata. Quieres ver cómo saliste y pides con bastante desconfianza que porfa no la suban al facebook, y haces que te tomen otras setecientas hasta que eliges una, la primera que te tomaron.
No hace mucho existían los fotógrafos de las plazas. Y las damitas, así se les decía con todo respeto a las mujeres, ensayaban desde antes su mejor sonrisa Colgate. En las fotos de la primaria no faltaba el clásico encargado de ponerle cuernos a la foto oficial, el que cerraba los ojos, el de los ojos rojos, el que no llevó el uniforme pero años después lo hicieron alcalde.
Un click atrapa el breve instante y con la luz busca la sombra de la imagen para plasmarla. Luego se imprime en el daguerrotipo de antes, que usaba sustancias para esclarecerla y sacarla del purgatorio del anonimato. Hoy con un click se obtiene una imagen real de manera digital muy pronto, sin tiempo para la pose en un acto público.
La foto es un disparo a la eternidad. En la pared de las viejas casonas hay fotos ancestrales de los abuelos y ninguna de nosotros pues las borramos del Instagram. Aún así se logran conservar por un tiempo hasta que pierden su significado de cabello largo pues hoy lo usas corto. No es tampoco una colección de antigüedades.
Una buena foto cuesta un varo debido a que el tiempo no vuelve a mirarnos. Habrá aquellos que ahora usen barba, los que ya requirieron lentes para ver de cerca y no se parecen y los jóvenes que vinieron de vacaciones con la barba partida y así no eran ellos. Se toman otra foto que reemplaza a la otra en las posibilidades del olvido.
Una sola foto conmueve al mundo. Y el mundo recuerda la foto de la niña desnuda que corre huyendo de la devastadora bomba atómica, la foto de Lenin con su barba puntiaguda o la del ché Guevara que lució su carácter revolucionario en el cuarto de los estudiantes del siglo pasado.
Gracias a los filtros digitales ya no hay personas feas en el mundo. Puedo escoger el color de mis ojos, planchar mis arrugas en un día de campo, o cambiar el ambiente por un estudio virtual de televisión y dar desde un cuartucho el noticiero a todo lujo aunque sean puras mentiras. La foto queda un tiempo hasta que te corren del trabajo.
El primer flash que hubo era una bola de fuego, asustaba a los niños, nadie llamaba a los bomberos, había que sonreír de todas maneras, así sale mi abuela, y yo con el ombligo de fuera. Ahora he cambiado mucho, dejé de ser moreno y según el ángulo soy un hombre fuerte aunque me ande muriendo de hambre. Otros han sumido la panza en todo este tiempo y cuando creen que ya les tomaron la foto arrojan el aire, salen como son, sin ofender a nadie, luego dicen que fue un fotomontaje. Y hay que creerles si deseas seguir siendo su cuate. HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA