Checas, mides a la mujer, la perfilas de cuerpo presente. Ves el platillo frente a ti como un suculento manjar antojable a cualquiera, a la vista del portador.
Das entonces las gracias por tu suerte de ser inmortal frente a la belleza expectante de mujer. Luego ella te mira desde algún lugar del cielo, techo, enramada donde se halla y sientes que movieron el tapete, se robaron el piso en un descuido de tu parte. Pero lo cierto es que está hoy frente a ti mirándote.
Ella coqueta solidaria te mira inobjetable y tú tan objetable la ves adrede sin rectas, sin trasfondos te hace el día y tu prefieres saborear, esperar por qué no a la noche llena de estrellas o que ella te proponga un helado, un café negro y llegue la noche con sus luces de neón y sonría, al fin y al cabo la llevas muy tranquila de la mano.
Dos personas marchan así por la banqueta entre las sombras de sus cuerpos y de los árboles, el silencio es marcial como sus pasos que acercan y alejan la luz de los faroles al pasar, bajo las cámaras del “Big brother” que espían al transeúnte y a la mujer de enfrente, mirando atrás de las cortinas de la lluvia incesante. La quieres besar.
Una mujer así a un costado, pasando de largo por tus cabellos y tú diciendo algo que ella no entiende para cuando decides de alguna manera alquilar un cuarto y ella detenida en el sí o no, en lo que finalmente dice nada o una palabra escabullida entre los objetos claroscuros de aquella fotografía puesta a tiempo en blanco y negro. Y entran.
Sacudes un poco el viejo saco que es tu cuerpo y tiendes la ropa que se relaja en el suelo sobre el suéter de ella, y los calzones y el boxer de licra que pronto quedaron en posición de tianguis, de venta en oferta de primavera.
Ambos saben que sobre la cama, entre una noche y otra, falta que empiecen a extrañar aquellas soledades juntas. Son mayores de edad, por tanto no hay modo de que se pierdan para siempre en esta noche como en la otra y seguir mirando esa fotografía en blanco y negro que de mirar nunca te cansas al paso de los días.
La vida afuera distingue los colores al encender la luz del escenario y sabes que lloverá como siempre ocurre por las tardes de la ciudad y calzas el saco de poliéster y ella valora frente al tocador en el baño a solas decir una palabra, la que encuentre, o callar para siempre como siempre. Entonces callan antes de que otra cosa suceda y se vayan sin el adiós, sin el póster que desde la puerta es en camisón con la espalda abierta y el tímido frío que comienzas a sentir en tu espalda antes de retomar la calle.
Ella, una mujer concreta y tú disperso en el rotor del pensamiento aquí en el cuarto podrían jamás volver a encontrarse y decir adiós desde el silencio fortuito tomados de la mano hacía un de instante, luego del colectivo que va a todas por partes y vuelve de ninguna, con torso de pasajeros absortos en las ventanillas, cuando suelen perderse y perder la memoria para jamás volver a verse.
Tú recoges las alas y vuelves a la vida con la cartera vacía y el recuerdo en la parte del compartimento donde guardas una fotografía de ella, para ilustrar la ocasión del día, de la vez aquella, de la nostalgia encontradiza y sales bajo la lluvia de cámaras remotas y dispersas por la ciudad completa.
Es entonces cuando la ves de nuevo en los recuerdos de las esquinas, al dar la vuelta, al llegar al mismo cuarto donde sabes no la encuentras, al precipicio del tumulto, entre candidatos y manifestaciones callejeras, reclamos internos, del por qué no te dijo
lo que esperabas, que te quedaras o que al menos todo fuese cierto y no un cuento que al final estás confesando al resolver todas tus soledades.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA