TAMAULIPAS.- Hoy no tengo ganas de salir de casa. No me dan ganas de cambiar el mundo por otro, ni el rumbo de los acontecimientos.
Además, siendo sinceros a quién le importaría un día más, un día menos sin verme cruzar la plaza, arrastrando los descaminados zapatos, atisbando la oscura realidad envolvente.
Me quedaré tras mis sábanas de falso fantasma, de campamento, campamentito de niño y no sabré nada de repente acerca de este cuate que fue y que fui. Habrá quienes agradezcan mi ausencia, si es que la sienten o escuchan la noticia.
Aunque trataría de ser breve y más íntimo en mi escondite secreto. Antes salir a la calle era un placer y lo hacía hasta sin necesidad. Hoy debo tomarlo con calma, como un sorbo de agua helada. Hace rato fuí por unas galletas para untarles mermelada y no aspiro al almuerzo, fue un show salir.
Luego de mi acostumbrado baño vaquero, oreja y rabo, me asomé por la ventana, corrí a la puerta bandera de mirar a la calle con sus banqueta y vi el clásico juego de dos hombrecillos que cruzaban muy a fuerza al otro extremo de la acera y al infaltable perro olfateando los orines de otro perro.
Afuera está el ruido del taladro que llega de alguna parte no explotada, un cincel que siempre tumba una casa, el árbol que empieza a mover sus ramas para que llueva, el conserje de una escuela deshabitada y pasan los carros como si nada pasara.
Aún más, me asomé para ver el fondo de la calle, el fin de esta parte de la vida antes de dar vuelta a la incertidumbre. La gente que sale de plano lo hace por necesidad. Los más viejos pronosticaron hace mucho el fin del mundo y perdieron credibilidad. Uno es el mundo que se acaba y no es que nos vaya a cargar la tía de las muchachas.
Antes no existía esta desolación, aunque si las muchachas. En eso estamos de acuerdo. Me habré quedado dormido, pregunto por ahí en las casas y nadie sabe. Para mi que algo ocultan. Sospecho que hay miedo adentro, ganas de callar mientras con tal de no callar para siempre y que el silencio sea la crónica.
Un salvese quien pueda debajo de la cama, con el puño entre los dientes, escuchando el estruendo de la música en el estéreo, existe por si alguien trae hambre y ya se fregó, pues nadie escucha nada de lo que se escucha. Ya somos muchos reporteros de cochera y tenemos noticias extranjeras, qué bárbaros, cómo se matan en Israel, a una mujer de Kwait le dió rabia.
Adentro de las casas hay despojos de lo que alguna vez fue ser libre vato. O como muchos querían: hacer lo que les diera la gana. A ver si hay quien deseé echarse una chela en la plaza, en la madrugada, hacer el amor en la escalera, dejar que amanezca en la loma, viendo el patio tracero de la ciudad que no es esta, qué más quisiera.
Me quedaré en casa mientras el tiempo pasa con su paso lento y circular en el reloj despacio. No llevo prisa. El viento se lleva la escencia y un rencor, bañado en lágrimas, se acumula en las tarjetas del cobrador que se mudó a la puerta. Y le echan agua. Salen quienes tienen que salir a la desolación. A ver las mustias caras, el retruecano de pasos que acechan otros pasos, jóvenes corriendo a la escuela de fantasmas, llegando tarde a conectar con la casa.
El profe es bueno, quien sabe, dicen que entró a la universidad con palancas. Me quedaré en casa acurrucado el sueño, si es que duermo y seré un mexicano entonando el himno nacional en la plaza de armas con su presidente municipal, los agentes de policía, los honorables miembros del cabildo y mucha gente respetuosa en la otra acera.
Mirando la bandera cómo se iza, pasa el rato en la vista y los ojos vizquean ante una paloma y hay aplausos para que mueran de una embestida los zancudos. Cuidaré el sueño que me queda, que nadie me ha robado.
Me quedaré en casa de la desolación sin fin y sin fronteras, a cielo abierto de ausencias, de crueles presentimientos. Si alguien llama a la puerta, ni yo sabré si estoy. Hace mucho que no soy.
HASTA PRONTO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021