21 diciembre, 2025

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Las últimas cartas

CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA

TAMAULIPAS.- Llegaban cartas de muy lejos, de carnalas que estaban en el “otro lado”. Textos manuscritos con letra pegada. De Estados Unidos llegaban cartas, postales con ramilletes de flores estampadas en opalina, albanene, o fabriano, diseños especiales para mi madre. Luego llovía.

A esta ciudad le dio por llover en aquellas tardes. La vida era un carrusel de casa en casa por los barrios de la ciudad. Sin encontrarnos. Llegaban cartas inesperadas. Las encontré hoy y las he guardado.

A la una de la tarde mi madre me ponía a leer cartas de mis hermanas quisiera o no quisiera pero a mí me gustaba. Me gusta la forma en la que me sentía, la atmósfera más cinematográfica de mi pasado. La luz del sol penetraba muy fuerte por la ventana y nos teníamos que mover hasta el rincón.

Mi madre era una mujer fuerte todavía, en aquellas tardes, antes que comenzara la lluvia. Llegaban cartas inesperadas y a cambio aquellas largamente queridas no llegaban.

El cartero silbaba insistente con una extraña ocarina que lo hacían un sujeto especial. Preguntaba aquí o allá por los destinatarios. Una vez decifrado el geroglifico del domicilio. En cambio había especialistas en letra bonita.

El destinatario esperaba las palabras escritas en ese papel, para seguir viviendo. Y leer algunas instrucciones. Enviaban dinero adentro de los sobres y nadie lo cambiaba de bolsa. Hubo cartas que nunca llegaron, se extraviaron en el largo viaje. Hubo cartas que nomás se pensaron y no se escribieron.

El sistema de correos funcionaba de acuerdo a su tiempo. Como todo lo que existe no era perfecto. O se regresaban con letra ilegible o simplemente incomprensible. Algunos correos iban a pata por la orilla del río, por el camino real a Tula. Había timbres ordinarios, o extraordinarios que podian ser dos timbres ordinarios.

Carta que viajaba en autobús de un extremo a otro de la república, que tardaba en ser entregada en determinadas épocas del año. Llegaban cartas a la puerta y los viejos carteros usaban guantes contra las quemaduras del sol, y también había de aquellos que les hacían mal modo, los menos.

Había perros que los conocían, sabían quiénes eran, por dónde respiraba y lo mordían. Lo correteaban hasta donde se detuviera en la búfalo. Cuando sudoroso el cartero llegaba a su casa, con una última carta que no había entregado, era recibido por su mujer y un par de hijos comoquiera.

No, nadie salió corriendo por el patio. Luego escribía el viejo, para contar sus tropelías y días de gloria, omitiendo capitulos completos donde la regó. De cuando lo remitieron por pedo.

Nada de eso. Se leían en voz alta aquellas hazañas hasta el final donde daba una fecha de su próxima visita. Venían a emborracharse, a eso venía con sus cuates. No lo juzgo pues tal vez yo hubiera hecho lo mismo. Traería dólares hasta que se acabaran, no decía eso ahí pero lo imagino.

Durante una época llegaron cartas y mi madre las ocultó, pero estas fueron saliendo después ya obsoletas, aunque verdaderas. Hace poco encontré un buen bonche de esas cartas. Eran de mi padre. Son cartas que nunca leí. Traen estampillas azul, gringa.

Imagino a mi padre echándole saliva. Luego ponerla en un buzón, o llevarla. Una de esas cartas está ahora en mi mano izquierda y mi lado derecho del cerebro se disculpa y se dispone a leerla con mucho cariño. HASTA PRONTO.

CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA

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