Tamaulipas.- Desde la loma viene bajando Mozart muy serio con sus campanarios. Bajo la luz del intimo faro de la noche se escucha el caminante sobre el mar de nubes. En el plano, el llano raspa las ciruelas, mete piedras en un bote y la ciudad estalla en caracoles. Es Schubert, es una serenata nuevecita para los labios de la mujer más bonita.
Hay una canción que se puede cantar al circular por la ciudad; y en cosa de poner atención, también se logra escuchar.
No es el ruido de los coches con un destino extraviado dando vueltas a las cuadras. No es una canción de moda a decibeles prohibitivos, es una canción más íntima, más próxima y más oculta. Es como un poema.
No es el ruido de elotero que armoniza empujando su triciclo. No es un grito a mitad del puente de la existencia. No es un ruido que alguien haga para cantar en un concierto, a propósito. Es música no escrita, música no leída, música por primera vez y única, escuchada en un silencio con vida.
Al moverse, la ciudad hace ruido, le quiebra una pata a la silla, se mueven las cortinas, se escucha la ducha, zumba el abanico como un zancudo, pasan los pasos incansables del resto de seres humanos a una marcha de protesta infinita. Y nadie quebró un vidrio.
Adentro de los aposentos los ingenieros inventaron la voz en off, el sonido del ruido, la música de la música y los aparatos para escucharla. Inventaron la rockola y el rock, el metal y los metales que vibran, las percusiones de unos dedos que tamborilean su vida.
Debajo de nosotros traemos lo propio, lo no visto, la canción y Ia música lista. En un trapo arrastramos los vidrios de los paraísos vehiculares, y en otra rola caminamos sin rumbo fijo hasta donde la ciudad se acabe y agarre monte entre el ruido del mundo.
Cantemos. Podemos elegir el silencio absurdo detrás de un ruido. Podemos hacer música con un envase de botella corrugada. Podemos tararear la canción, hacerla un murmullo, un pequeño lamento del orgullo.
En cada cuadra parece un estribillo que nombra los héroes que alguna vez nos dieron patria en los libros de texto. Los cubrimos de gloria y de tierra. No. El canto es parecido al de las sirenas de los barcos, en voz baja. No es una confusión de estribillos, ni hay que sorprender con el himno. A uno le sale naturalmente.
La canción es de todos juntos para uno solo. Sólo que cada uno la interpreta a su manera. Sin embargo es la misma. A la hora en que todo se quema y Ia otra en que todo se congela, se puede oír la canción única y verdadera, con todas sus elegorias y sus mitos, con sus fantasmas desgastados y recónditos. Es una porra espontánea en un estadio a partido perdido.
Y ahí en el ensordecedor momento de un motor, en el estruendo de Beethoven, se filtra un fino resplandor, un silencio terco por abajo de quienes almuerzan en un puesto de tacos. La ciudad entonces canta su canción alegre y estrepitoza.
En un cuadro aún no pintado , apenas el escenario, las primeras voces que levantan a los demás, se empiezan a escuchar. Que comience la fiesta. Los ojos se ponen de acuerdo y antes de un compás de espera se dirigen fantásticas miradas, violines y guitarras, canciones muy viejas que llegaron con otras, canciones muy nuevas y todas en una parroquia.
En algún cajón de la vida cada ciudadano guardó su canción y su ritmo para este momento, no sería extraño que alguien, nunca se sabe quién, comience el baile por la calle.
La canción es una pieza, una piedra y un arpegio, es una nota y una noticia, es el momento cumbre sin palabras. Solo es música. Y sin embargo han llegado todas las palabras para ser escuchadas .
HASTA PRONTO




