Usted, yo, nosotros y ellos, sin lugar a dudas tenemos vecinos. Son inevitables, estaban ahi cuando llegamos o llegan de repente, al vote pronto. Sin darnos chance a chistar y sin mayores datos.
Lo peor es que a veces somos nosotros los vecinos que llegamos y ahí te encargo, como si la banda hubiese leído esta crónica y nos estuviera esperando, neta. Entonces son vecinos buenos o malos según el escrutinio que se vaya dando.
Hay personas que se van de los sectores más poblados y hacen un retiro espiritual en colonias apartadas, no quieren que los cobradores los encuentren o que les echen mosca.
Hay vecinos que son verdaderos editores de la vida privada que no hay necesidad de comprar el periódico para saber quién contra quién y quién se tomó la cheve que quedaba. Siempre hay pájaros en el alambre, cocas en el refri y las paredes oyen. El chisme llevado y traído es el deporte favorito en el vecindario. Saben hasta de qué murió hace diez años el perro del departamento 100, letra ” B”, y quién se metió a quién.
Es claro que por más que usted busque nunca encontrará un vecindario tranquilo, sería mucho pedir, pues las broncas comienzan desde que lo ven llegar.
Las mudanzas por ello, en lo general, se hacen de noche buscando la complicidad de las sombras y así evitar las habladurías de los inquilinos, las miradas curiosas y morbosas que cuantificarán y calificarán las chácharas. Se cambia uno en lo oscurito, para no remover el avispero que ya es la colonia.
Por la mañana aparecen chiquillos nuevos y otros acuden a verlos. La señora encuentra donde poner la basura y logra su primera bronca con la rentera del primer piso, que años después, entre vituperios, se vuelve su mejor amiguis, su alter ego.
Poco a poco se va descubriendo el otro vecindario, el de las viejas chismosas y los antiguos rencores, los que se odian a muerte. Sospechas que no hay buena gente, comprendes que mejor te hubieras quedado en el otro barrio. Planeas la construcción de una barda, que nunca haces, para evitar las flatulencias y los ronquidos del cerrucho de al lado.
La tienda siempre está en la esquina, hay otra a media cuadra y el tendajero ya sabe quién eres y del rancho que vienes, aunque lo niegues. Sabe de qué pata cojeas y por qué te corrieron del otro barrio.
Más allá de que la casa filtre agua, el patio se haga un charco y a diario haya una batalla campal por el estacionamiento, te haces del primer cómplice.
Hay rumores acerca de un indigente que finge cojera, hay dos ancianos con alzheimer a la hora de pagar la renta, una madre soltera, la señorita que saca a cagar al perro, la casa donde sale una señora en calzones, el hogar donde se esconde el ratero, la de la tanda, la querida del carnicero, la que lava ajeno, la que plancha el pelo, la de la papa en la boca, los chemos , la maestra de sexto, el que arregla abanicos, el zapatero, el poli de negro, el agente secreto indiscreto, los encuentras a todos, brillan en el silencio y en el escándalo.
Así es como duermes el deseo de una vida tranquila y seria que digamos. Te echas a la cama a revolotear la miseria que, vista así, no muestra su mejor cara y sientes nostalgia por el otro barrio.
Por la mañana crees que aún estás en la otra casa, pero no reconoces las paredes olorosas a pintura, ni ves los techos descascarados, ni el ruido de la vecina que bien temprano sale a vender enchiladas. Este es tu nuevo hogar, dulce hogar.
Amanece y te cae el veinte de que en realidad la gente no es mala. Ni la vecina que chingó toda la noche con su música de banda, que ahora te gusta, es tan grotesca como parece. Y te saludan. “Ya vez, te dije”, se dicen entre ellos. Los vecinos son buena onda y te contestas. Simples habitantes de la condición humana.
Con el tiempo te hiciste el señor del departamento 100, letra “B” que saca la basura a la misma hora, uno que escribe, el del alzheimer, tan cerca y tan lejos de todos. Más te vale.
HASTA PRONTO
Por Rigoberto Hernández Guevara