A inicios de marzo pasado, el secuestro de Latavia McGee, Shaeed Woodard, Zindell Brown y Erick James Williams, cuatro ciudadanos de Estados Unidos, dos de ellos asesinados presuntamente por un grupo armado en Matamoros, Tamaulipas, suscitó un espectáculo de frontera.
Con la viralización del video del secuestro se enfatizó la desolación por la agresión, las heridas y el derramamiento de sangre. Paralelamente, el acontecimiento de violencia reforzó el argumento de que, en Matamoros, como en el resto de México, prevalece lo que el antropólogo Claudio Lomnitz denominó una doble soberanía: una legal o positiva, representada por el Estado, y otra ilegal o negativa, encarnada por el crimen organizado.
Esta última al parecer con mayor poder que la primera en algunas regiones de México, como recientemente afirmó Anthony Blinken, secretario de Estado de Estados Unidos, durante su audiencia en un comité del Senado. La violencia en Matamoros es histórica, al igual que el predominio de una soberanía ilegal.1
No obstante, el acontecimiento reciente invita a pensar desde otra perspectiva para abordar estos temas en la región.
La propuesta del historiador y filósofo francés René Girard2 es una de ellas: para él, la violencia es racional y tiene lógica en una sociedad donde el sacrificio es importante.
A veces la violencia es focalizada, dice el autor, pero tiene un carácter ambivalente: por un lado, exige el sacrificio de una víctima ritual, un inocente que pague por un culpable para evitar o minimizar una ola de violencia, aunque no siempre se logra; por el otro, quien provoca la violencia genera un daño pero también puede “purificar” simbólicamente a la sociedad.
El primer caso documentado de violencia sacrificial en Matamoros fue el del joven estudiante estadunidense Mark Kilroy.
Él fue una víctima ritual, masacrado y asesinado en 1989 por los llamados “narcosatánicos”: un culto encabezado por el cubano-americano Adolfo de Jesús Constanzo, quien practicaba vudú haitiano y santería. Sin duda el contexto histórico y ritual fue diferente: el sacrificio fue para que supuestamente los narcotraficantes de la región, al beber restos humanos, tuvieran el poder de la invisibilidad al traficar drogas en la frontera. Claramente el sacrificio fue un culto pagano, pero íntimamente ligado con la violencia y una forma de esoterismo criminal. A poco más de tres décadas, el caso de los cuatro estadunidenses también podría verse como una forma de violencia sacrificial en Matamoros.
Aunque en el presente no se trató de un culto profano como en el pasado, la idea de que fueron confundidos por los criminales con una banda de migrantes haitianos que traficaban drogas,3 remite a una hipótesis inicial de la fiscalía de Tamaulipas secundada por autoridades de Estados Unidos, pero también a formular algunas premisas: el sacrificio fue una forma de expiación y de escarmiento para quienes transgredan la soberanía criminal, sean de esta frontera o de otra; fue una ofrenda que reiteró el monopolio del tráfico de migrantes y de drogas, y se hizo para evitar una ola de violencia mayor con la posible incursión de otros criminales.
No obstante, hay otra forma de ver el sacrificio de las víctimas: como la ofrenda transfronteriza inesperada que se requería para que congresistas como Dan Crenshaw, de Texas, y Michael Waltz, de Florida, gestionaran un suplicio diplomático sobre México: el uso del ejército estadunidense para combatir cárteles de la droga en el sur, a nombre de otras víctimas de secuestros, de asesinatos y del fentanilo. Después de todo, como afirma Girard, la violencia puede tener víctimas focalizadas o aleatorias, pero en este caso su muerte no evitó una escaramuza binacional que ahora demanda sacrificar la soberanía nacional o, al menos, una reverencia que garantice la securitización fronteriza.
El suplicio no sólo fue diplomático, sino también criminal. Para mitigar las presiones del Estado mexicano y de los estadunidenses, los delincuentes ofrecieron vivos a los cinco supuestos sicarios responsables del secuestro y asesinato. No es la primera vez que la delincuencia sacrifica a los suyos, aunque por otros motivos: en tiempos de Tony Tormenta, según narraba una anciana,4 los pescadores de una localidad de Matamoros se acercaron a él para pedirle de favor que ya no les cobrara tanto impuesto porque no les alcanzaba.
Él les preguntó quién les cobraba y le dijeron que el hombre que él tenía de jefe en la localidad. Acabaron los cobros y después el cuerpo del jefe apareció semienterrado.
Si en el pasado se sacrificó a un jefe criminal por transgredir la autoridad, en el presente el sacrificio de sicarios por presiones binacionales era de esperarse. Victimarios convertidos en víctimas, pero en cualquier caso para los medios y habitantes de Matamoros se trató de chivos expiatorios —expresión, por cierto, heredera de la tradición judaica de sacrificar un chivo para expiar los pecados.
Esto se puede entender en el contexto del mensaje que los delincuentes dejaron junto a sus sicarios. Después de todo, como afirma la antropóloga Natalia Mendoza, las “narcomantas” son mensajes públicos, que tejen un mensaje político incipiente, una idea de justicia e intentan legitimarse.
El mensaje funcionó a manera de un exvoto social y político de la delincuencia: la reprobación del hecho, la condolencia victimal, el castigo de la indisciplina, el respeto de inocentes, la disculpa binacional, la garantía de seguridad y de justicia criminal. No obstante, si el mensaje en sí era un mea culpa e iba acompañado de cinco “chivos” vivos para el sacrificio, ¿ante quién fue la ofrenda y la expiación?
No para las víctimas o las autoridades fronterizas, pues desde hace décadas el crimen organizado opera en esta región en un marco de contubernios políticos e impunidad. Así, podemos imaginar a Matamoros como un altar metafórico de la frontera México-Estados Unidos donde tienen lugar formas de violencia sacrificial.
En ésta no sólo hay víctimas, también victimarios de alto nivel cuyo leitmotiv es subrepticio y su injerencia trasciende la presencia de “poderes sicarios”, como denomina el sociólogo José Manuel Valenzuela5 a figuras menores de un entramado estructural de la violencia criminal.