Parece que ya lo vivimos: la información por cuentagotas y reticente en las primeras horas tras el contagio de COVID por parte del presidente; los rumores alarmistas y los columnistas e influencers que ya lo daban por muerto, la rápida recuperación de López Obrador y un regreso a la actividad frenética y recargada con la intención reivindicatoria de dejar atrás cualquier noción de debilidad.
Una tercera edición de lo que ya habíamos experimentado en las dos ocasiones anteriores en que convaleció por coronavirus. La repetición del mismo numerito es un fiel reflejo del periodismo partisano y de la polarización política que experimentamos.
Del lado de la oficina del presidente, un afán obvio de minimizar la afección, algo que tampoco debe extrañarnos. En todos los países del mundo los que rodean al soberano (o para el caso a los CEOs de las empresas importantes) suelen hacer control de daños de un padecimiento que pudiese comprometer la imagen o las acciones de la institución.
Pero una cosa es el control de daño y otra el ocultamiento grosero. El presidente sufrió un desmayo en una reunión entre varios colaboradores; negarlo no tenía sentido. Una mezcla de golpe de calor y de disminución de la presión, facilitada por el contagio de COVID. Bastaba decirlo.
Explicable que la primera reacción de Jesús Ramírez, vocero presidencial, quien se encontraba en Tamaulipas, haya sido la de considerar que todo el asunto no era más que un rumor; pero tendría que haber corregido minutos más tarde. Y menos comprensible resultaría la actitud de Adán Augusto López, secretario de Gobernación, quien días más tarde seguía criticando al Diario de Yucatán, por publicar la versión de un desvanecimiento, pese a que el propio presidente ya lo había confirmado.
La mayor parte de la prensa no lo hizo mejor. Juan Pablo Becerra Acosta, en su columna de este sábado en El Universal, lo describe puntualmente: “varios periodistas publicaron mentiras durante la ausencia del presidente. Que si había tenido un infarto, que si un derrame cerebral, que si parálisis facial o corporal, que si estaba moreteado porque se había golpeado el rostro durante el desmayo.
Todo sin confirmar ni verificar”. Y cuando el video del presidente desmintió todas estas afirmaciones, lejos de publicar una disculpa, argumentaron indignados que los rumores se desatan por la falta de información. Como si la tarea de los periodistas, añade Becerra, fuese publicar especulaciones y mentiras, en lugar de reportear. Por otra parte, no deja de sorprender el rápido “rebote” que caracteriza las convalecencias de López Obrador. El viernes condujo la mañanera, de nuevo de pie, pero en esta ocasión durante 3 horas y 22 minutos, la segunda más larga de todo el sexenio.
El lapso que llevaría ver dos películas seguidas, con la diferencia de que lo haríamos sentados.
Está claro que López Obrador posee una batería de litio, pero en un organismo maltratado por la vida. “Corrido en terracería”, dijo hace algunos años, una broma que terminó convertida en profecía autocumplida. Achacoso o no, lo cierto es que el ritmo del presidente es asombroso. Basta verlo casi tres horas seguidas en cerca de 1400 mañaneras sin beber agua o sentarse; o los fines de semana en sus giras de trabajo, no precisamente en alfombra roja, que agotarían a personas más jóvenes.
El ADN de su madre. Hace quince años, con motivo de la investigación para el libro Los Suspirantes 2006, entrevisté a lo largo de varios días a pobladores de Tepetitán, el pueblo donde AMLO nació y pasó su infancia. Los vecinos aún recordaban la legendaria energía de doña Manuela, quien acostumbraba a salir en su barca a las cuatro de la mañana con un ayudante, para vender mercancías de su tienda en otros pueblos ribereños.
Y el otro elemento es el regreso en versión reloaded, tras su convalecencia, igual que en las ocasiones anteriores. El mismo viernes, reunió a los senadores de su partido para pedirles sacar un paquete de reformas en las últimas horas de este período de sesiones.
La prisa del presidente llevó unas horas más tarde a aprobar 17 reformas, sin mayor discusión, a razón de 10 minutos promedio por iniciativa. Ningún intento de revisar el contenido y mucho menos de consultar su parecer a la oposición.
Está dentro de las facultades de la mayoría, sin duda, aunque en teoría lo deseable y convenido en materia de reformas es intentar llegar a acuerdos, mediante los cuales suelen incorporarse algunas de las objeciones o sugerencias más preciadas por la oposición. Y solo en caso de absoluto desacuerdo o incapacidad de dialogar, la mayoría entiende que puede imponer su voluntad.
En este caso, el presidente asumió que la oposición no estaba por el diálogo, sino en clara estrategia dilatoria para impedir la aprobación de reformas al vencer el plazo del período de sesiones. López Obrador juzgó que era más importante apurar las transformaciones impulsadas por la 4T que guardar las formas republicanas. Lo dicho, el mandatario regresó en versión recargada y con prisas.
ALEJANDRO HOPE
Lamento el fallecimiento del analista en temas de seguridad, Alejandro Hope. Nunca lo conocí en persona, pero leía con atención e interés los contenidos de sus columnas periodísticas.
Si bien en lo general no era afecto al obradorismo, se agradece el evidente esfuerzo que siempre hacía para analizar el dato real más allá de sus inclinaciones políticas.
A diferencia de muchos de sus colegas, a los cuales no es necesario leer salvo por el morbo de ver qué ángulo de AMLO o de la 4T adoptarán en esta ocasión para confirmar la mala opinión que les merece, Hope por lo general incorporaba al análisis datos que confirmaban su modo de pensar, pero también los que lo contradecían.
Su indudable conocimiento sobre temas de seguridad y este afán de priorizar a la razón por encima de sus pareceres ideológicos lo convertían en una lectura indispensable. Lo extrañaremos.