Nunca Estados Unidos había enfrentado un escenario político interno tan complejo como el que hoy existe a la hora de comenzar a decidir la designación de un nuevo presidente de la nación para 2024.
El expresidente Donald Trump anunció la semana pasada su decisión de presentarse como precandidato republicano, en tanto que la mañana del martes 25 –ayer– el presidente Biden finalmente dio a conocer su intención de presentarse, a la edad de 80 años, como precandidato a la reelección.
Nunca, tampoco, Estados Unidos había presentado un cuadro de deterioro de la capacidad de manejo político como ahora: confrontaciones con Rusia, Corea del Sur, China e Irán, una guerra como la de Ucrania en la que la Casa Blanca no quiere participar de manera directa, el efecto económico negativo del COVID-19, las recientes quiebras de bancos, una verdadera invasión de personas en cientos de miles que está reventando las fronteras territoriales, el aumento en el tráfico de drogas y sobre todo del fentanilo que está provocando decenas de miles de fallecimientos por sobredosis y la pérdida de liderazgo geopolítico en su zona de influencia de América, mal identificada como “patio trasero”.
Y en lo interno, Estados Unidos viene arrastrando cuando menos tres gravísimos problemas: el racismo tradicional y ahora expresado en violencia policiaca contra minorías, la configuración de verdaderas milicias ciudadanas que han impedido la regulación en la venta de armas y el deterioro del sistema productivo que está dejando el empleo en las áreas informales del comercio cotidiano.
Las dos grandes victorias internacionales de Estados Unidos –la Segunda Guerra Mundial y el desmoronamiento del bloque soviético– ya no le alcanzan a los políticos gobernantes para atender las necesidades de empleo y bienestar, sobre todo porque se ha ido perdiendo el colchón político-social que representaba la clase media y que se constituía en parte de la demanda que estimulaba la actividad económica.
Esta crisis de expectativas De Estados Unidos aportaría algunos elementos para entender las razones que pudieran explicar la severa crisis en la circulación de las élites, expresada por el hecho de que dos políticos de la llamada tercera edad hayan estado dominando el panorama nacional: Donald Trump (hoy con 77 años) y Biden (hoy con 81 años).
El problema no radica en la edad, sino en el hecho de que el mundo ha cambiado desde la crisis de 1968, pero los liderazgos políticos siguen estancados en sus espacios determinados por conflictos de intereses.
Trump representa la imagen de la ambición política enfocada hacia un regreso al tradicionalismo puritano del siglo XVII, en tanto que Biden sigue instalado en el enfoque geopolítico de la vieja guerra fría, sin entender que Rusia no es la URSS, ni Irán es el ayatola Jomeini, ni China es Mao.
La evidencia más clara que aparece en el contexto de la crisis de liderazgo de la Casa Blanca en América Latina y el Caribe se encuentra en la falta de comprensión de lo que ocurre en México, en las revalidación de la política intervencionista que quisiera derrocar gobiernos no afines, en el fracaso de la oportunidad perdida en materia comercial por la firma de tratados inservible con buena parte de los gobiernos latinoamericanos y caribeños y en las dificultades para mantener la globalización con un México que ha reciclado el viejo modelo de nacionalismo defensivo.
Si se buscara un elemento interno Estados Unidos que pudiera definir su actual tiempo político, sin duda que sería el regreso del conservadurismo, con efectos en la reactivación del racismo y en la movilidad de la derecha económica. No es fácil explicar cómo fue que Estados Unidos hubiera derrotado al nazismo, pero sin reconstruir una vía progresista basada en los derechos civiles.
Los abusos represivos de las policías sobre minorías raciales hoy ilustran ese sentimiento de superioridad que en su tiempo le dio valor al nazismo. La evolución de los liderazgos políticos de EU exhibe oscilaciones que requieren de un esfuerzo de las ciencias sociales aplicadas a las geopolítica: un péndulo ideológico, a veces en grado extremo, que mostró a KennedyJohnson reconociendo los derechos civiles de las minorías negras –hoy afroamericanos–, pero luego el ciclo de Nixon-Reagan con lo peor del imperialismo que derrocaba gobiernos por la fuerza; poco después, un tibio Clinton que frenó a un Bush y le abro la puerta a otro Bush; y de pronto, el gran salto social al primer presidente afroamericano en un país dominado por el racismo, pero con la desgracia de facilitar la llegada del puritano Trump con su agenda de ultra-ultra derecha.
Se tiene que explicar lo que ocurre en la conciencia de los votantes estadounidenses por estos giros estratégicos de su voto: el Bush que invadió y Irak por sus pistolas, el Obama que reanimó la esperanza de modificar el equilibrio social, la llegada atropellada de Trump y el voto de sobrevivencia por Biden sólo por evitar un segundo periodo de Trump.
Un país que reproduce dos veces el mismo escenario requiere de un análisis estratégico serio, de fondo y bastante crítico.
Las opciones no son por ofrecimientos, sino por lo mismo de 2020: entre dos liderazgos improvisados con agendas sin profundidad, como tragedia en 2020 y como farsa en 2024. La crisis de expectativas de EU como potencia líder debe llevar a un debate sobre los fracasos de los proyectos geopolíticos mundiales que explicarían la existencia de potencias crecientes como Rusia, China, Corea del Norte e Irán. Ni Trump ni Biden han prefigurado a una propuesta de liderazgo reconstructor mundial y solamente se explican por evitar la llegada del otro.
Las elecciones internas de EU se presentan pesimistas para el mundo occidental. El contenido de esta columna es responsabilidad exclusiva del columnista y no del periódico que la publica.
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