11 diciembre, 2025

11 diciembre, 2025

El contador de cuentos

EL FARO/ FRANCISCO DE ASÍS

Llegamos poco antes de las nueve a la biblioteca que estaba en el parque, me acompañaba mi amigo Manuel, regularmente lo hacía, teníamos alrededor de nueve años, pero nos gustaba mucho leer cuentos y novelas, nos gustaba sentir que participábamos de las aventuras que vivían los protagonistas de los cuentos, como Tom Sawyer y Huckleberry Finn muchachos traviesos que se escabullían de la escuela para divertirse de una enorme cantidad de diferentes formas, jugando en el bosque, navegando en un barco pirata puesto que vivían en un pueblecillo a la orilla del rio Mississippi, buscando tesoros, pescando en el río o nadando, y comiendo manzanas esas de las que decía siempre le hacían agua la boca, o sentir el temor que causaba cuando pasaban la noche en el cementerio. Como le envidiábamos esa vida llena de libertad y aventura en un verano siempre presente.

O los relatos de Emilio Salgari, o Julio Verne. Ya eran las nueve y la bibliotecaria, como siempre, llegaba muy puntual, abrió la puerta y con una seña nos dijo que ya podíamos entrar.

Dentro el aire se sentía estancado y caliente, así que le ayudamos a abrir las ventanas y nos sentamos en un rincón donde solíamos ubicarnos, fui a la estantería y tomé “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “El Príncipe y el Mendigo” para decidir con Manuel cuál sería el que íbamos a leer.

Normalmente el leía el libro para los dos, lo hacía en voz muy bajita, por eso nos alejábamos de los demás y la bibliotecaria era tolerante con nosotros, “son los únicos que disfrutan tanto venir a leer…” nos decía. ropas.

-Esta vez traigo algo que leer -me dijo Manuel sacando una libreta de entre sus – Ayer escribí algo y quiero leerlo. -Ah -dije- está bien. Y empezó la lectura.

“Como siempre me levanté temprano, mi madre ya tenía el desayuno preparado que tomé rápidamente. -Ay muchacho, tu siempre a las carreras, anda apúrate no vayas a llegar tarde a la escuela.

Salí rumbo a la escuela que no estaba lejos, a unas seis cuadras, me gusta mucho recorrer ese trayecto, hay árboles, los pájaros cantan a esa hora y hay una acequia de aguas transparentes muy bonita.

Llegué a la escuela y todo iba bien, hasta saqué un diez en la tarea. El problema empezó mas tarde a la hora que nos daba historia la maestra. De pronto oí que me dijo: -A tocar. -vi el tubo para tocar la campana sobre su escritorio y sin pensarlo dos veces salí al patio a tocarla.

Estaba en eso y la algarabía de los muchachos saliendo al recreo se empezaba a hacer presente, cuando uno de mis compañeros de salón me buscó y me dijo: -Dice la maestra que te metas-iba hacia dentro del salón cuando vi a los maestros tratando de meter nuevamente a los salones a los chiquillos.

Una vez dentro, la maestra me regañó que “¿Qué hiciste?, ¡mira nomás!”, “¿Por qué fuiste a sonar la campana?” “¿Quién te lo mandó?”. Le dije que ella. -¡No!, ¡Que dejaras de tocar con los dedos! -en ese momento caí en la cuenta de que había estado tocando en el pupitre sin darme cuenta. Obvia decir que tuve que ir a disculparme con el director y estuve castigado durante el recreo.

Finalmente llegó la hora de la salida, y ahí me encontré a Carlos, el chavo ese que le gusta estarme jeringando. Y que me da un pisotón, eso lo hacia muy frecuentemente y yo no le respondía, pero esa vez no estaba de humor, le di un pisotón mas fuerte y una cachetada, se fue llorando y yo salí corriendo antes que me fueran a ver y a castigar otra vez.

Saliendo, le compré una tostada con limón y chile a don Andrés, las vendía en cinco centavos. Hacía calor y la acequia se antojaba para meterse en el agua, llevaba zapatos nuevos y había de tener cuidado, me los quité y los puse a la orilla de la acequia junto con los útiles, me arremangué los pantalones y ¡a la acequia! Me fui caminando en el agua, jugando y de pronto recordé que los útiles y los zapatos se habían quedado atrás, rápidamente regresé y vi los útiles, pero ya no vi los zapatos, los busqué y no lo encontré.

Allí estaba un muchacho más grande que yo y le pregunté por ellos , me dijo que no los había visto. -Dáselos -se oyó la voz de don Andrés tronar al mismo tiempo que se movió y busco tras de un tronco sacándolos y entregándomelos.

Los agarré y me fui a casa, afuera ya me estaba esperando mi mamá. – ¡Ernesto muchacho de porra, mira como vienes de mojado! – y al ver los zapatos en mi mano se sonrió diciendo.

-Bueno, pero tuviste buen cuidado de tus zapatos.” Reímos los dos al terminar el relato, “Ya vámonos -me dijo- ya es hora”.

Me levanté y acomodé los libros que había tomado al llegar. Al volverme Manuel ya no estaba allí. Me asomé tratando de encontrarlo, pero ya no lo vi. -¿Se fue? – le pregunté a la bibliotecaria. -¿Quién? – me contestó. -Mi amigo, el que llegó conmigo. -Llegaste solo.

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