Para conocer la ciudad hay que caminar por las calles; recorrerlas de una por una haciendo hincapié, como buscando, deteniéndose un poco a ver dónde se posa la chuparrosa.
Todos los viajes de sus naves van al mismo sitio, de modo que al ir sin guiones se detienen en cualquier casa a saludar a los últimos hombres. Las líneas del cartógrafo urbano contienen semáforos y al fondo de la causa un sol esplendoroso nos observa.
En grupos las tribus defienden las primeras líneas de vehículos donde se transporta la vida con vidrios oscuros. De ida un montón de ideas acompañan el esfuerzo de los mejores líderes que cambiarán el mundo cuando caiga la tarde.
Los marchantes levantan los huacales cargados en los diablitos donde hace rato cantó el gallo por la calle famosa llena de personas. En pequeños apocalipsis el proceso va reconstruyendo el día al paso de los transeúntes en el trajín incesante.
Los últimos edificios contienen aún las auroras en las ventanas, afuera los animales del patio circulan bajo el cedro de mil años. Hubo historias que olvidaron retirarse a tiempo como muebles contando historias de sentados y largas charlas en un vaso de alcohol.
El mundo no acaba como dijeron, en el mapa antiguo descrito en las paredes de mohín se borró el tiempo de los pronósticos y llovió intempestivamente cuando nadie lo dijo, a veces hubo fríos sin invierno y el ser que dormitaba en el sillón descubrió el cambio climático.
Habla el hombre como si estuviera solo, habla como si fuese el último. La música desacredita las palabras de los gritos más fuertes y el silencio pasa en el viento todas las estaciones del año. Un señor vende elotes y el de la pipa anuncia la llegada del gas.
Un señor de bigote consume nueces en la plaza de armas y otro se las vende, pasa un soldado romano viendo el reloj apagado. En su bicicleta y con casco nuevo un joven estremece a los mirones con las peripecias ejecutadas minutos faltes de caer al suelo.
Por un vehículo de sonido la ciudad se entera de que hoy se va el Circo Atayde, el más grande de México, último día, último día, dos funciones 7:30 y 9:30. Dos trompetas de un músico oaxaqueño anuncia la última hora. Hay gente corriendo por las banquetas, cruzan la calle y tocan la base en medio de la multitud y sin aplausos.
En la esquina hay un puesto, alguien pide dos gorditas de chicharrón y dos flautas de salsa verde ¿Tiene café señora? Sólo refresco de piña y de fresa. Los carros pasan cerca y el centro comercial a un costado se llena, que no se te olviden las tortillas, encarga una señora. No manches, dice la más joven de esta última fiesta. Pronto oscurecerá en este lado del planeta.
En otras palabras el mundo sigue a las intermitentes palabras, se encienden y apagan las luces automáticas de las habitaciones, todavía hay refrescos en los refrigeradores. Puedo escribir los versos más tristes y no quiero, podría volverme inolvidable como las tardes junto a la hoguera.
Todavía existen las metáforas exaltando la belleza extraída del trigo, un pelo rubio encandilando el fuego, sobrevive el énfasis de los cuerpos cuyas siluetas dejaron sus cuerpos, puedo contar el rastro de los cabellos, hablar de los enamorados, cuando pasan ligeros en voz baja.
Parece tarde pero aún es temprano. El último hombre ejerce su individualidad en su calidad de ser vivo. Todavía hay agua en los ríos cercanos. Carros eléctricos toman su rol acostumbrado y dan vuelta en los periféricos y retornan al día siguiente, sin tripulantes. La calle está vacía, el último hombre continúa la búsqueda de su antagonista.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA