En la antigua Roma se encargaba a un esclavo que susurrara al oído a los militares que regresaban victoriosos y a los gobernantes antes de tomar decisiones importantes, una frase que ha sobrevivido y que debería ser obligatoria para todos los servidores públicos de nuestro tiempo: “Momento mori: recuerda que eres mortal”.
La única función que tenía asignada esta especie de edecán o auxiliar era recordar a los generales y a los políticos que gobernaban a la ciudad Estado, especialmente a aquellos que, obnubilados por el poder, se creían dioses o superiores a los semejantes, que no olvidaran que, como todos los seres humanos a los que representaban o combatían, así como habían nacido, también habrían de morir.
Aunque, como ocurre a los políticos y magnates del siglo XXI, la advertencia era un simple formulismo a la que ninguno hacía caso ni tomaba en cuenta.
No obstante la conseja, el tirano emperador Nerón asesinó a su madre Agripina y mandó incendiar Roma mientras tocaba la lira en el palacio, Calígula, demente y megalómano, ordenó que se erigiera en su honor una estatua en el Templo de Jerusalén, cometió las peores atrocidades e incurrió en excesos como otorgar a su caballo el nombramiento de cónsul y senador.
A Enrique VIII, Rey de Inglaterra, el poder terminó por enloquecerlo. Para celebrar la Navidad de 1509, el primer año de su reinado, gastó todos los impuestos anuales, Atila, el famado jefe militar de los Hunos, llamado Azote de Dios, que se hizo famoso por la frase que sentenciaba “en donde mi caballo pisa ni el zacate crece”, que incurrió en toda clase de excesos y barbaridades, murió medio ebrio, junto con sus hazañas y su poder, al llegar a los 50 años en plena noche de bodas, sin que nadie le recordara que era mortal, como todos los humanos.
En tiempos más recientes, el Dictador español Francisco Franco demostró que no era broma que cuando su confesor le preguntara por sus enemigos, respondiera que no los tenía, porque a todos los había eliminado. A lo largo de los 36 años que permaneció al frente del gobierno de España, mandó fusilar a 150 mil adversarios o murieron en las cárceles en las que fueron recluidos por esa razón.
Otro dictador militar, este sudamericano, Augusto Pinochet, cometió horrores similares, a través de la “Operación Cóndor”, en la que colaboraron los gobiernos de Brasil, Argentina, Paraguay, Bolivia, Uruguay y, por supuesto, de los Estados Unidos, ejecutó a 50 mil izquierdistas, despareció a otros 30 mil y a 400 mil más envió a prisión.
Encima creo campos de concentración, utilizó armas químicas y por si esto no fuera suficiente para intimidar a sus enemigos y a los de su gobierno, ordenó a los jefes policiacos y militares que a los cabecillas de marchas estudiantiles que salieron a la calle a protestar contra sus atrocidades y desmanes los rociaran de gasolina y les prendieran fuego.
Comparados con los casos aludidos, los excesos cometidos por algunos gobernantes mexicanos han resultado insignificantes.
El presidente Gustavo Díaz Ordaz eliminó a cientos de estudiantes en la masare del movimiento estudiantil de 1968 y ante la oleada de críticas que provoco su proceder, el político poblano respondió: “la injuria no me ofende, la calumnia no me llega, el odio no ha nacido en mí” y todavía tuvo la desfachatez de llamar “filósofos de la destrucción” a pensadores como Herbert Marcuse.
El presidente Luis Echeverría Álvarez ordenó reprimir una manifestación estudiantil el jueves de corpus de 1971, represión en la que perecieron varias decenas estudiantes y dispuso la destitución del cargo de gobernador de Sonora a Carlos Armando Biebrich, sólo porque el mandatario estatal tuvo la osadía de defender en su presencia las demandas de los campesinos del Valle del Yaqui.
Otro mandatario mexicano, José López Portillo, declaró que su hijo José Ramón López Portillo Romano era el orgullo de su nepotismo cuando le otorgó el nombramiento de Subsecretario de Programación y Presupuesto durante su mandato presidencial.
Vicente Fox Quesada, el primer presidente no priista de México, que llegó al gobierno de la República el año 2000 con las siglas del PAN, hizo que los seguidores le erigieran una estatua en Veracruz, igual que la que la que se construyó al dirigente obrero al servicio de los gobiernos del PRI durante más de cinco décadas, Fidel Velázquez Sánchez, en la ciudad de Monterrey.
Estos ejemplos demuestran que, como dice el dicho popular, “si quieres conocer realmente a una persona dale poder”, es totalmente cierto.
A los gobernantes inteligentes, aquellos que conocen a fondo la naturaleza humana, el poder les permite ayudar y servir a los demás. A los mediocres, en cambio, especialmente a los que carecen de ética, como es común entre los miembros de la clase política y la mayoría de los Señores del Poder del Dinero, los trastorna, las envilece y las hace peores personas.
A muchos de ellos, incluso, el poder los afecta a tal grado que hace que se sientan superiores a los demás, a veces también inmunes a las enfermedades y en casos extremos hasta inmortales.
Dados los riesgos y tentaciones que el ejercicio del poder conlleva, la Constitución política de México debería de incluir, entre los requisitos para acceder a cualquier cargo público, además de jurar respeto y hacer respetar la Carta Magna y las leyes que de ella emanan, que un funcionario de un órgano autónomo del gobierno, le recuerde, antes de tomar cualquier decisión, que es un mortal y las eventuales consecuencias de sus actos.
POR JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ
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